miércoles, 25 de enero de 2012

¿Qué es un actor?



Michel Foucault, el filósofo de mis amores, se preguntaba en un conocido texto qué es un autor. Desde el punto de vista de la microfísica del poder, un autor –según él- es una creación de la industria editorial. Esa creación no estaría relacionada, como puede adivinarse, con la calidad del escritor, sino con la lógica del mercado. Así pues no hay escritor más que en la medida en la que hay un público dispuesto a comprar el libro. Siguiendo este razonamiento, ¿qué es un actor?

La pregunta viene al caso en estos meses en los que las escuelas profesionales de actuación se encuentran haciendo audiciones para seleccionar a sus alumnos de primer año*. Los profesores encargados de esta selección deben dar una respuesta a una pregunta imposible: ¿quién sí y quién no puede ser actor? Por supuesto, debe haber una cantidad de criterios que se den cierto afianzamiento metodológico a un proceso lleno de ansiedades. Uno de los primeros criterios, o índice para empezar a trazarlos al menos, podría ser histórico.

Las escuelas de teatro no comenzaron a existir sino hasta hace poco tiempo. La paradoja del comediante de Diderot planteó la institucionalización de la enseñanza de la actuación por primera vez. Hasta ese momento los actores aprendían su oficio en las tablas, del ejemplo de los grandes actores a la práctica escénica, enfrentándose al público a cada oportunidad. Con la incorporación del teatro a la oferta académica, los actores seccionaron su formación en asignaturas de danza clásica, prosodia y dicción, caracterización, etcétera. Sin embargo el perfil del actor de la Ilustración, a pesar de su escolarización, tiene ya muy poco que ver con lo que hoy entendemos por actor. En este siglo denostaríamos, por ejemplo, la grandilocuente oratoria del actor de Diderot y su falta de lo que hoy llamamos fe escénica. Por supuesto, Stanislavsky en ese entonces aún no había nacido.

La irrupción de las vanguardias artísticas del siglo XX problematizaron el problema del arte en general: Cage en la música y Duchamp en la plástica. Lo propio hizo, con especial contundencia, Artaud respecto del teatro y la actuación en particular. Aun así, ¿podríamos pensar que el paradigma de Artaud respecto del actor (el místico feroz al filo de la muerte o la locura) hace sentido en la escena mexicana de este presente? Para bien o para mal, no. El actor de Artaud es imposible de comercializar así como así, y no hay que perder de vista lo que Foucault advirtió respecto del autor: el fenómeno del mercado.

¿Qué es un actor en esta lógica? Aquel por el que el público paga un boleto en la taquilla del teatro o enciende la televisión. Hay que admitir esto sin miedo. La palabra prostitución se ha lanzado muchas veces casi contra cualquier actor que quiera vivir de su trabajo aunque de hecho esa sea la definición de profesional. No importa ahora mucho cuáles son las características del actor del mercado. Finalmente éstas mutan con las modas del consumo: ahora los quieren rubios, ahora morenos. Da lo mismo. La pregunta es si las escuelas profesionales de actuación forman artistas que puedan integrarse a ese ciclo productivo. Podríamos decir que a veces sí y a veces no, depende del interés del estudiante en gran medida. Una de las pocas fuentes de empleo estables para los actores del centro del país está en la comedia musical, por ejemplo, pero los estudiantes de actuación –sobre todo los de las escuelas públicas- en general sienten aversión por este tipo de teatro que consideran superficial. ¿No es una triste ironía?

¿Sin embargo, eso es un actor? No. Supongo que los profesores que aplican exámenes de admisión lamentan que aún nadie haya inventado un actorómetro dónde poder medir quién tiene más o menores posibilidades de ser actor. Así se evitarían episodios bochornosos como el de Villaurrutia espetándole a López Tarso el famoso: “¡y con esa cara de chancla vieja quieres ser actor!” En efecto, de las escuelas de teatro son rechazados muchos candidatos con un potencial que pasa desapercibido a los ojos de los seleccionadores. El origen del Odin Teatret, para botón de muestra, es completamente marginal aunque el discurso de la antropología teatral haya adquirido a la larga (y seguramente a pesar de Barba) una vocación completamente centralizadora. Pero esa es otra historia.

Hasta aquí se pueden concluir una cosa. La respuesta a la pregunta “qué es un actor” es, al menos, doble, pues se trenzan en ella un saber emanado de la industria cultural y otro de la corriente artística al que uno quiera suscribirse. Ahora bien, imaginemos un escenario hipotético. Durante una audición para ingresar a alguna escuela de teatro y ante un jurado seleccionador comparece un aspirante a actor que ha preparado un ejercicio corporal libre acompañado de música –así son de ambiguas a menudo este tipo de instrucciones-. El jurado está integrado por un productor de comedia musical, un profesor de realismo serrano-stanislavskiano, un director de escena de inspiración barbiana y un filólogo especialista en géneros dramáticos. Independientemente de la forma cómo sea el ejercicio, ¿cuántas apreciaciones distintas podrían hacer los miembros del jurado? ¡Incluso contradictorias! Lo que uno podría juzgar positivamente, otro podría considerarlo equívoco. Y sin embargo deben decidir si ese sustentante, desde sus puntos de vista, puede o no puede ser actor.

Lo único que puede salvar esta confusión es un criterio de unificación institucional, es decir, un saber que está más allá de los saberes personales de los miembros del jurado hipotético. Un saber no detentado por una persona, sino por una institución. Probablemente esa saber esté explícito en los planes de estudio bajo el rubro “perfil de ingreso”, pero probablemente no. Probablemente esté oculto en el ideario estético (o falta de éste) del director en turno, probablemente subyazca en la tradición de la escuela. Quién sabe. El hecho es que ese saber es el que traza la arbitraria frontera entre lo que sí y lo que no. Si ese saber va a soportar luego -tres, cuatro o cinco años después- los embates de la realpolitik es cosa aparte.

El punto al que quiero llegar es en el que ese saber institucional se cruza con el ejercicio del poder. Una cosa es decir qué es un actor, otra cosa es tomar a un sujeto y hacerlo actor por las buenas… o como es más común, por las malas. Los bailarines clásicos, por ejemplo, son formados en su saber específico por medio de un ejercicio de poder evidenciado en las puntas sangradas y delgadeces que coquetean con la anorexia. Por supuesto que el ejercicio del poder es violento, a veces más y a veces menos, pero siempre lo es. Los formadores de actores son –somos- en este sentido, poco más que ortopedistas que desdeñan el andar torcido y recetan todo tipo de muletas para que el actor ande como Dios manda o, mejor dicho, como el saber manda.

Entonces, ¿qué es un actor –se preguntarán ustedes-? Lo que la ortopedia en turno quiera que sea. En este contexto ortopedia tiene el sentido de tecnología de poder en la obra de Foucault, es decir, instrumentación. Y aquí se inserta una paradoja terrible que pone contra la espada y pared a cualquier intento de formación artística. La labor estética, siguiendo a Nietzsche, consiste en la transformación del sujeto a través de su obra. Esa transformación debe hacer que uno sea quien es en realidad es, o sea, a la autenticación del sujeto. ¿La ortopedia que supone la educación de un actor lo aleja o lo acerca de quien es en realidad?

Si el actor –como el autor de Foucault- es una creación de un saber detentado por una institución escolar y de un poder ejercido tecnológicamente a través de una ortopedia formativa, definitivamente esa creación no le pertenece al sujeto, sino a las instancias que lo configuran. No obstante, un actor que no pasa por la escuela, amén de las dificultades que tendría para entrar en algunos sectores del campo laboral de la actuación, tampoco queda libre de ser violentado por el poder. Es más, podría ser abusado con mayor cinismo dada su falta de perspectiva. La escuela cuando menos permite la convergencia de algunos modos diferentes de ser artista.

En suma, saber qué es un actor no está desligado de quien lo pregunta y a quién lo pregunta. La cuestión obligada para los educadores artísticos (ahora que está tan en boga el replanteamiento de los planes de estudios) es, entonces “qué queremos que sea un actor”. Es ahí exactamente donde tuerce la puerca el rabo. La simple pregunta supone una voluntad de verdad y un ejercicio de poder. Desde este horizonte la educación artística parece imposible sin violencia.

Efectivamente Rousseau tuvo que admitir de mala gana que educar es violentar. Por supuesto no me refiero a la violencia del maltrato físico o psicológico, sino a un modo más sutil de violencia. Para los estudiantes actores esa violencia a menudo se imprime en las listas de calificaciones. Y sin embargo, un actor no puede ser una calificación aprobatoria o desaprobatoria como un autor no puede ser un lugar en el ranking de los bestsellers.

*entrada publicada originalmente el 2 de agosto del 2011.

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