miércoles, 25 de enero de 2012

Teatro mapa, teatro del consuelo*.



A lo largo de cuatro milenios de historia el teatro ha sido, entre muchas otras cosas, ritual dionisiaco, medio de adoctrinamiento católico, divertimento de aristocracias, crítica contra la burguesía ascendente y estrategia para la paz. Pero el teatro también, en este presente, puede ser un mapa; una cartografía que nos diga quiénes somos en este preciso momento de la historia, es decir, el teatro puede localizarnos cuando estemos perdidos.

México hoy es un país de guerra, una guerra muy diferente a la que los Estados Unidos lanzaron en contra de Iraq, pero acaso todas las guerras se parezcan. No, por supuesto, en su gran historia, la de los generales y las batallas, la de los presidentes y los estrategas; sino en las pequeñas historias, la de las personas que queriendo y sin querer se descubren en medio del fuego cruzado orando, comiendo, amando. Las Mil Noches y Una Noche es sobre esas personas parecidas a nosotros, que se duermen al arrullo de las metrallas y que al despedirse se dicen “por si no te vuelvo a ver, te quiero”.

Si el teatro es un mapa, debe indicarnos a dónde ir o al menos uno de los caminos posibles. Nosotros creemos en oponer al horror de la guerra la ternura del canto y las palabras del consuelo. Seguramente eso no detendrá la devastación, pero abrirá una ventana por la que entre un aire fresco que quebrante, al menos un momento, la pudrición de los cadáveres. Mientras la guerra, todas las guerras, sigan esparciendo su cáncer de tristeza y miedo, el teatro tiene la responsabilidad de alzar la voz. Por eso, no importa si es en un salón de clases, en una caravana rumbo a Ciudad Juárez o en el ombligo de la luna, Sherezada debe tomar la palabra y recomenzar: “Había una vez un rey…”.

* texto del programa de mano de "Las mil noches y una noche". Dir. Raúl Uribe.

México, teatro y las elecciones que vienen.



El próximo año todos los mexicanos estaremos llamados a votar por un nuevo presidente. Las opciones hasta ahora son Enrique Peña Nieto (EPN) por el PRI y Andrés Manuel López Obrador (AMLO) por la coalición que encabeza el PRD. El PAN hasta hoy, cinco de diciembre de dos mil once*, no ha definido una figura y es probable que no lo haga pronto. También está la propuesta de votar por Esperanza Marchita, es decir, de anular el voto o de plano ni pararse cerca de las casillas ese día, abstenerse. Pero decir que cada quien decidirá lo que mejor le plazca porque el voto es un ejercicio individual no es preciso. El voto es al mismo tiempo una práctica colectiva. Si bien es cierto que uno es dueño de su papeleta al momento de cruzar una casilla y depositarla bien doblada en la urna, no lo es menos que uno guía su decisión en función de las preferencias electorales del grupo social al que pertenece. Así pues, un empresario que sienta que los intereses de su gremio están bien representados por el PRI, votará por Peña Nieto; un señor religioso que crea que su libertad de culto es defendida por el PAN, lo hará por Josefina Vásquez Mota o Santiago Creel o quien sea que vaya a ser su candidato; y el hijo de una familia de clase media involucrada en el Movimiento de Regeneración Nacional, lo hará por López Obrador. Ya sé que he recurrido a unos buenos clichés, pero la intención era sólo poner un ejemplo para poder pasar a la pregunta que me interesa: como gremio, a los hacedores de teatro, ¿por quién nos conviene votar?

EPN está casado con la actriz Angélica Rivera, pero eso no lo acerca a la cultura ni tantito. El papelón que hizo hace poco en la Feria Internacional del Libro en Guadalajara es una prueba contundente. Por lo demás, la última vez que se paró en un teatro fue en el Teatro Morelos de la ciudad de Toluca el pasado cinco de septiembre para leer un mensaje con motivo de su sexto informe como gobernador del Estado de México. Dejó claro en la FIL que no tiene afición por la lectura y quién sabe si lo tenga por algún otro arte. Parece que no. En el 2010 su gobierno construyó en Texcoco el Centro Cultural Mexiquense Bicentenario. Hay en él una sala de conciertos para mil doscientos espectadores, una biblioteca y varias salas de exposiciones, entre ellas un corredor escultórico. Llama la atención esta magna obra (que en palabras del secretario de educación de la administración peñanietista Alberto Kuri, corona la política cultural del Estado de México) pues pese a su curiosa ubicación, se ha mantenido más o menos activa según el portal de Instituto Mexiquense de Cultura. Por lo demás, EPN recibió la invitación de la productora de teatro Carmen Salinas para acudir a ver Aventurera a Tlalnepantla, pero no se presentó para desaire de muchos. Su libro México, la gran esperanza, base de lo que podría ser su programa de gobierno, se refiere al problema de la educación en el capítulo cinco. Argumenta ahí que es preciso construir una “sociedad del conocimiento” mediante la elevación de “la calidad educativa en todos los niveles académicos y a facilitar el desarrollo tecnológico a través de la innovación en ciencia y tecnología” (El Sol de México, columna del diputado Juan José Guerra Abud, 6-12-11). Concretamente el libro propone “impulsar un programa de jornadas escolares completas, de ocho horas de duración, que fomente el aprendizaje del inglés, la práctica de deportes, la alimentación saludable en la escuela y el cierre de la brecha digital con el acceso de cada alumno a una computadora con internet de banda ancha” (Liébano Sáenz, Milenio, 8-11-11). Eso es lo más cerca que el texto, al parecer, pasa de la esfera de la cultura y el arte.

AMLO, por su parte, durante tres años consecutivos (del 2002 al 2004) siendo jefe de gobierno del Distrito Federal concedió el cien por ciento de subsidio al impuesto de espectáculos públicos a los productores afiliados a la Sociedad Mexicana de productores de Teatro por mediación de Dolores Padierna, María Rojo y el hoy finado Víctor Hugo Rascón Banda. Su figura ha estado acompañada, al menos desde el 2006, por figuras del arte y la cultura como Elena Poniatowska, Jesusa Rodríguez, Guadalupe Loaeza, Fernando del Paso, Sergio Pitol y el también muerto Carlos Monsiváis. En torno a él se han realizado una multitud de eventos culturales en los que han participado al menos los siguientes artistas de diversas disciplinas: Vicente Rojo, José Luis Cuevas, Manuel Felguérez, Gilberto Aceves Navarro, Gabriel Macotela, Roger von Gunten, Manuel Marín, Yani Pecanins, Gustavo Monroy, Mario Rangel Faz, Juan Manuel de la Rosa, Ricardo Regazonni, Vicente Rojo Cama, Teresa Zimbrón, Víctor Guadalajara, Jesús Mayagoitia, Francisco Castro Leñero, Néstor Bravo, Matthai, Nunik Sauret, Rafael López Castro, Gilda Castillo, Maribel Portela, Luis Manuel Serrano, René Freyre, Renato González, Pilar Bordes, Inda Sáenz, Marga Peña, Rafael Barajas, Antonio Helguera y Gonzalo Rocha, Bárbara Jacobs, Liliana Felipe, Cristina Pacheco, Arnoldo Kraus, Margo Glantz, Isela Vega, Lucía García Noriega, Ximena Cuevas, Myriam Moscona, José María Pérez Gay, David Huerta, Silvio Rodríguez, Luis Mandoki, Coral Bracho, Daniel Giménez Cacho, Sergio Mondragón, Rita Guerrero, Nina Menocal, Morris Savariego, Julieta Campos, Enrique González Pedrero, Héctor Vasconcelos y Paz Cohen. En el gabinete del llamado Gobierno Legítimo de México, simulacro ficcional de lo que pudo haber sido la organización política bajo la presidencia del AMLO, hay una secretaria de Educación, Ciencia y Cultura y en el texto Proyecto Alternativo de Nación se lee: “(…) una sociedad como la nuestra, hundida en la tristeza y sometida al terror constante de la violencia y la inseguridad, requiere hacer un inmenso esfuerzo para recuperar los valores y principios que dieron sentido a la formación de nuestra nación y que se hallan plasmados en las obras que constituyen nuestro patrimonio histórico y cultural, así como en el potencial creador de miles de hombres y mujeres dedicados al arte y la cultura en nuestras comunidades y pueblos” (Cfr.: http://www.gobiernolegitimo.org.mx/ documentos/proyecto_alternativo.pdf). El mismo texto describe la necesidad de una reforma cultural pues “(…) pocos fenómenos han sido más dañinos para el país que el esfuerzo realizado desde los diversos gobiernos, especialmente en los últimos lustros, con el fin de domesticar y mercantilizar el pensamiento y el arte” (ídem). Más adelante se lee: “Es indispensable dotar a la sociedad y a los creadores de una infraestructura cultural que responda a sus necesidades, abrir nuevos espacios públicos y apoyar los ya existentes se debe poner énfasis en los estados con mayor rezago educativo y cultural. Para impulsar la lectura se abrirán bibliotecas, salas de lectura y librerías, sobre todo en las entidades que carezcan de este tipo de instalaciones. Se impulsará la creación de museos, casas de la cultura, teatros y salas de cine. La propuesta es que haya una orquesta en cada pueblo, un coro en cada pueblo, una biblioteca en cada pueblo, un foro, un cine, un galería en cada pueblo. Se debe establecer una programación mínima de producciones nacionales en cines y teatros. Se fortalecerá el sector cultural del Estado para cumplir con su responsabilidad social, pero también debe promover la colaboración y la participación social, comunitaria y privada” (ídem).

Trazar ahora el perfil de las políticas culturales del PAN es difícil sin tener un candidato definido. El portal de internet del partido no refiere ninguna incidencia general en el arte. No obstante, hay que decir que la reforma al artículo 226 bis de la Ley de Impuestos sobre la renta se logró en gran medida por el apoyo de la diputada panista Kenya López Rabadán al proyecto de María Rojo. Como sea, quizá la más cercana a esos temas sea Josefina Vásquez Mota quien luego de haber escrito Dios mío, hazme viuda redactó Nueva oportunidad: un México para todos. También lo presentó en la FIL, pero hasta ahora no queda claro en sus reseñas y críticas cuál es su postura frente al arte y especialmente ante el teatro. No se recuerda una acción importante a estos respectos mientras fue Secretaria de Educación Pública, pero junto con Silvia Pinal develó la placa de doscientas representaciones de Bajo cero en el Teatro Libanés allá por septiembre de este año (Marta Patricia García, El Universal, 5-9-11) y un mes después develó la de quinientas representaciones del musical La tiendita de los horrores en el Teatro Arlequín. Ahí dijo: "Es un gran honor estar aquí, es un privilegio. Quiero felicitarlos (a los actores) por este esfuerzo independiente. Creo que requiere más apoyo y mejor acompañamiento porque la cultura es la mejor apuesta para la paz y la concordia. En México tenemos que dejar de vivir con miedo para empezar a vivir con paz y concordia, y ustedes son constructores de alegría, esperanza y paz. Quiero agradecer este privilegio y comprometerme para acompañar de la mejor manera este esfuerzo, lo han hecho con grandeza; sé que no ha sido un esfuerzo fácil, pero quiero decirles que mueven las almas y nos invitan a pensar en lo que sí somos en México. Somos música, talento, paz, creatividad y sobre todo, esfuerzo y muchísimo trabajo (…) Desde niña me gusta mucho el teatro y lo que he visto aquí es un talento extraordinario. Estoy convencida, hoy más que nunca, que la cultura es la mejor apuesta para la paz. Si un niño viene al teatro o si toca un instrumento, si los adultos nos encontramos aquí (en el teatro), tendremos un país con gobernabilidad, paz social y más respeto. Estoy trabajando fuerte para ser la candidata de mi partido” (Cfr.: http://sdpnoticias.com/nota/228278/Devela_Vazquez_Mota_placa_festiva _de_La_tiendita_de_los_horrores).

Este no es un ejercicio reflexivo acabado. Las campañas aún no arrancan y todo está aún por verse. Sin embargo insisto en la necesidad de que es nuestro deber ciudadano pensar, si vamos a votar, en qué candidato es el que representa mejor las necesidades de nuestro gremio. Nuestra actividad económica como creadores escénicos tiene una función social insoslayable y es nuestro derecho demandar que los actores políticos se responsabilicen de crear ambientes propicios para desarrollarla del mismo modo en que lo hacen con otros sectores igualmente estratégicos.

*entrada publicada originalmente en esa fecha.

Actores: pobres moderados.



Yo le pregunto al Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social dónde, en su escala de medición de la pobreza, nos incluye a nosotros los actores. Nosotros, que no participamos de las políticas públicas de seguridad social o salud, ¿deberíamos de contarnos entre los que viven en la “pobreza moderada”? Esto es el pan nuestro de cada día para mis compañeros artistas, pero como estoy convencido de que muchos que no lo son no lo saben, se los diré: ¿se imaginan ustedes cómo es el trabajo de un actor?, ¿cuántas veces han visto un anuncio en el aviso de ocasión de cualquier periódico que ponga “se solicitan actores”?*

Pues bien, el campo laboral de un actor no existe. Mientes -me dirán algunos-, están los castings para hacer unitarios en telenovelas, los comerciales, las películas y la Compañía Nacional de Teatro (CNT). Dicen la verdad, hay algunas fuentes de empleo, pero no son accesibles para el grueso de la población actoral económicamente activa. Tanto la televisión como el cine son espacios elitistas en mayor o menor medida. Independientemente del hecho de que los actores son admitidos ahí dependiendo de qué tanto los quiera o los deteste la cámara, hacer una telenovela o una película toma tiempo: hay que hacer varias rondas de castings (que en jerga, se llaman callbacks), tener paciencia a los tiempos de grabación o filmación. Esto, contando el tiempo que uno invierte en los castings en los que no se queda, puede tomar algún tiempo. La necedad del casero de venir a pedir mes a mes la renta abona a la desesperación.

Y cuando finalmente uno ha cumplido con su trabajo, a esperar a que paguen lo mucho o poco que indica el contrato. Un poco menos si los honorarios pasan por la Asociación Nacional de Actores, el sindicato monopólico que más mal que bien ve por los intereses de estos profesionales. Además, durante el tiempo en el que uno es contratado goza de seguro por accidentes (un set de filmación, aunque no se trate de una película de ninjas, es un lugar peligroso con tantas luminarias incandescentes pendiendo de pequeñas tuercas sobre la cabeza de uno), pero al finalizar el contrato obvio es decir que ese beneficio se termina. Como mucho la productora lo podrá contratar a uno un par de veces más, quizá. Y luego, ¿qué antigüedad acumula uno?, ¿quién lo indemniza en caso de accidente de trabajo?, ¿quién cotiza en su AFORE y cuál empresa lo jubila? Nadie.

Poco importa que un actor gane varios cientos de miles de pesos por una película hoy, si no hay ninguna certeza a la vista mañana. Por ello muchos actores se aprestan a montar algún negocio, un restaurante la mayoría de las veces, pero no todos tienen talento para los negocios. Está por demás mencionar el hecho de que las productoras independientes, consecuencia de sus propias inestabilidades económicas, tienden a desaparecer. Claro, hay afortunados que logran (gracias a uno o más de sus talentos) contratos de exclusividad en alguna de las empresas televisoras del duopolio televisivo, pero son los menos.

Los actores de la CNT gozan, además de un sueldo nada despreciable, de mayor protección laboral, pero su centralismo y sujeción a quién-sabe-qué criterios de selección (que pasan por el escandaloso nepotismo de su director) tampoco la convierte en una verdadera fuente de empleo para el grueso de los actores mexicanos, sino más bien la cumbre de ellas, el parapeto de su élite. Mismo caso con el Carro de Comedias de la UNAM o la novedosa (y polémica, por decir lo menos) Compañía de la Escuela Nacional de Arte Teatral. Por supuesto toda élite es una creación discursiva detentora de un criterio de verdad que separa a los buenos de los malos, pero esto es harina de otro costal.

Finalmente estamos de vuelta a la pregunta inicial: ¿cómo se imaginan ustedes que es el trabajo de un actor? Pues bien, se los cuento: un muchacho que se hizo de algunos amigos en la escuela, un día se ve al espejo y se haya desempleado. Levanta el teléfono y llama a algunos similares igualmente desempleados. Se reúnen en algún lado y se proponen poner una obra. Ensayan aquí y allá, regalando lo que en otros países con legislaciones al respecto es trabajo pagado. Para pagar la producción (escenografía, vestuario, utilería y un largo etcétera) hacen una fiesta a beneficio, rifan un iPod o los padres de los actores reúnen un pequeño fondo con tal de ver a sus hijos en escena.

Entrar a un teatro es cosa aparte. Hay teatros que cobran porcentajes y hay teatros que cobran rentas. Hay teatros que apoyan la difusión de su cartelera y hay los que no. Hay teatros “muy calientes” que tienen un público cautivo, y hay por los que ni las moscas quieren pararse. Hay teatros en los que no se puede cobrar boletaje y hay que ir a cooperación voluntaria o, por otro lado, hay los que controla Ticketmaster y en los que uno vuelve a ver el dinero de sus entradas, menos impuestos, mucho tiempo después. Hay teatros que apoyan económicamente la nómina de los actores que se presentan y hay teatros que hacen perdidizos los montos de las entradas. En fin. Tarde o temprano la temporada (o más de una) se termina y hay que volver al punto de arranque. Si la obra fue bien tanto en prestigio como en ingresos económicos, puede ser que las condiciones para dar pie a un nuevo proyecto mejoren, pero también pueden empeorar porque el teatro es un amo miserable que no garantiza que el éxito de anteayer se capitalice en el de pasado mañana.

¿En algún lugar de la narración anterior dije “se van a dar de alta al seguro social” o “se les notifica cuántos puntos han cotizado en el Infonavit” o “pasan a cobrar su aguinaldo y prima vacacional”? Claro que no. Los actores no gozan, en términos de largo alcance, de seguridad social de ningún tipo por el modo en el que practican su arte. Más allá de que la mayoría de los bancos tachan nuestros nombres en las listas de créditos o financiamientos nomás preguntar “¿profesión?” y escuchar la palabra “actor”. El vacío legal en torno al ejercicio de esta profesión profundiza la desigualdad social a la que estamos sometidos.

Quiero ser muy claro en esto. Muchos optimistas dicen: no tenemos que esperar todo del Estado, tenemos que trabajar mucho, ser creativos y generar con iniciativa nuestras propias fuentes de ingreso. No se trata de eso. La voluntad de mis compañeros actores ha dado muestras de ser inquebrantable y sin embargo viven postrados. Es la insensibilidad de los legisladores la que ha pospuesto para nunca más un programa de generación de fuentes de empleo prósperas para este sector productivo. Pero de un Estado que ha abandonado otros sectores aún más estratégicos como el agrícola, ¿qué se puede esperar?

Fundación de compañías estatales de teatro, circuitos y giras que les permita llevar su arte a rincones apartados de las ciudades, incentivos fiscales para empresarios que inviertan en teatro, obligaciones patronales para los empleadores de actores y sobre todo acceso a los servicios de salud y a los programas de seguridad social, son cuentas pendientes en las tareas de algún diputado. Habiendo llegado artistas a los escaños, sorprende que la protección de su gremio no sea una de sus prioridades. Como sea, la indolencia de muchos artistas a este respecto que involucra la calidad de su futuro si no de inmediato, al menos a mediano plazo, compone el nido de la serpiente en el que se incuba el abuso.

Dije que el campo laboral de un actor no existe pues, pensando en clave de Hobbes, lo que no existe en la ley, no existe en ningún otro lado. Corrigiendo, el campo laboral de un actor no existe para el Estado y, por lo tanto, es territorio de privaciones. La pobreza se define en la escala de medición a la que aludí arriba como privación individual de aquello necesario para el funcionamiento como persona o la integración al entorno social. La pobreza moderada viene a ser, entonces, la privación de todo ello, menos del alimento, la casa o el vestido y sobre todo, la no participación de programas públicos de seguridad social y salud. Los actores son, pues, en este país y en este siglo, pobres moderados.

Lamentablemente la conciencia de clase en los actores que los llevaría a la militancia política y a la protesta se adormila en los mullidos brazos de la mitología hollywoodense según la cual que cualquier slumdog puede convertirse, en un golpe de suerte, en un millonaire.

*entrada publicada originalmente el 1 de agosto de 2011.

¿Qué es un actor?



Michel Foucault, el filósofo de mis amores, se preguntaba en un conocido texto qué es un autor. Desde el punto de vista de la microfísica del poder, un autor –según él- es una creación de la industria editorial. Esa creación no estaría relacionada, como puede adivinarse, con la calidad del escritor, sino con la lógica del mercado. Así pues no hay escritor más que en la medida en la que hay un público dispuesto a comprar el libro. Siguiendo este razonamiento, ¿qué es un actor?

La pregunta viene al caso en estos meses en los que las escuelas profesionales de actuación se encuentran haciendo audiciones para seleccionar a sus alumnos de primer año*. Los profesores encargados de esta selección deben dar una respuesta a una pregunta imposible: ¿quién sí y quién no puede ser actor? Por supuesto, debe haber una cantidad de criterios que se den cierto afianzamiento metodológico a un proceso lleno de ansiedades. Uno de los primeros criterios, o índice para empezar a trazarlos al menos, podría ser histórico.

Las escuelas de teatro no comenzaron a existir sino hasta hace poco tiempo. La paradoja del comediante de Diderot planteó la institucionalización de la enseñanza de la actuación por primera vez. Hasta ese momento los actores aprendían su oficio en las tablas, del ejemplo de los grandes actores a la práctica escénica, enfrentándose al público a cada oportunidad. Con la incorporación del teatro a la oferta académica, los actores seccionaron su formación en asignaturas de danza clásica, prosodia y dicción, caracterización, etcétera. Sin embargo el perfil del actor de la Ilustración, a pesar de su escolarización, tiene ya muy poco que ver con lo que hoy entendemos por actor. En este siglo denostaríamos, por ejemplo, la grandilocuente oratoria del actor de Diderot y su falta de lo que hoy llamamos fe escénica. Por supuesto, Stanislavsky en ese entonces aún no había nacido.

La irrupción de las vanguardias artísticas del siglo XX problematizaron el problema del arte en general: Cage en la música y Duchamp en la plástica. Lo propio hizo, con especial contundencia, Artaud respecto del teatro y la actuación en particular. Aun así, ¿podríamos pensar que el paradigma de Artaud respecto del actor (el místico feroz al filo de la muerte o la locura) hace sentido en la escena mexicana de este presente? Para bien o para mal, no. El actor de Artaud es imposible de comercializar así como así, y no hay que perder de vista lo que Foucault advirtió respecto del autor: el fenómeno del mercado.

¿Qué es un actor en esta lógica? Aquel por el que el público paga un boleto en la taquilla del teatro o enciende la televisión. Hay que admitir esto sin miedo. La palabra prostitución se ha lanzado muchas veces casi contra cualquier actor que quiera vivir de su trabajo aunque de hecho esa sea la definición de profesional. No importa ahora mucho cuáles son las características del actor del mercado. Finalmente éstas mutan con las modas del consumo: ahora los quieren rubios, ahora morenos. Da lo mismo. La pregunta es si las escuelas profesionales de actuación forman artistas que puedan integrarse a ese ciclo productivo. Podríamos decir que a veces sí y a veces no, depende del interés del estudiante en gran medida. Una de las pocas fuentes de empleo estables para los actores del centro del país está en la comedia musical, por ejemplo, pero los estudiantes de actuación –sobre todo los de las escuelas públicas- en general sienten aversión por este tipo de teatro que consideran superficial. ¿No es una triste ironía?

¿Sin embargo, eso es un actor? No. Supongo que los profesores que aplican exámenes de admisión lamentan que aún nadie haya inventado un actorómetro dónde poder medir quién tiene más o menores posibilidades de ser actor. Así se evitarían episodios bochornosos como el de Villaurrutia espetándole a López Tarso el famoso: “¡y con esa cara de chancla vieja quieres ser actor!” En efecto, de las escuelas de teatro son rechazados muchos candidatos con un potencial que pasa desapercibido a los ojos de los seleccionadores. El origen del Odin Teatret, para botón de muestra, es completamente marginal aunque el discurso de la antropología teatral haya adquirido a la larga (y seguramente a pesar de Barba) una vocación completamente centralizadora. Pero esa es otra historia.

Hasta aquí se pueden concluir una cosa. La respuesta a la pregunta “qué es un actor” es, al menos, doble, pues se trenzan en ella un saber emanado de la industria cultural y otro de la corriente artística al que uno quiera suscribirse. Ahora bien, imaginemos un escenario hipotético. Durante una audición para ingresar a alguna escuela de teatro y ante un jurado seleccionador comparece un aspirante a actor que ha preparado un ejercicio corporal libre acompañado de música –así son de ambiguas a menudo este tipo de instrucciones-. El jurado está integrado por un productor de comedia musical, un profesor de realismo serrano-stanislavskiano, un director de escena de inspiración barbiana y un filólogo especialista en géneros dramáticos. Independientemente de la forma cómo sea el ejercicio, ¿cuántas apreciaciones distintas podrían hacer los miembros del jurado? ¡Incluso contradictorias! Lo que uno podría juzgar positivamente, otro podría considerarlo equívoco. Y sin embargo deben decidir si ese sustentante, desde sus puntos de vista, puede o no puede ser actor.

Lo único que puede salvar esta confusión es un criterio de unificación institucional, es decir, un saber que está más allá de los saberes personales de los miembros del jurado hipotético. Un saber no detentado por una persona, sino por una institución. Probablemente esa saber esté explícito en los planes de estudio bajo el rubro “perfil de ingreso”, pero probablemente no. Probablemente esté oculto en el ideario estético (o falta de éste) del director en turno, probablemente subyazca en la tradición de la escuela. Quién sabe. El hecho es que ese saber es el que traza la arbitraria frontera entre lo que sí y lo que no. Si ese saber va a soportar luego -tres, cuatro o cinco años después- los embates de la realpolitik es cosa aparte.

El punto al que quiero llegar es en el que ese saber institucional se cruza con el ejercicio del poder. Una cosa es decir qué es un actor, otra cosa es tomar a un sujeto y hacerlo actor por las buenas… o como es más común, por las malas. Los bailarines clásicos, por ejemplo, son formados en su saber específico por medio de un ejercicio de poder evidenciado en las puntas sangradas y delgadeces que coquetean con la anorexia. Por supuesto que el ejercicio del poder es violento, a veces más y a veces menos, pero siempre lo es. Los formadores de actores son –somos- en este sentido, poco más que ortopedistas que desdeñan el andar torcido y recetan todo tipo de muletas para que el actor ande como Dios manda o, mejor dicho, como el saber manda.

Entonces, ¿qué es un actor –se preguntarán ustedes-? Lo que la ortopedia en turno quiera que sea. En este contexto ortopedia tiene el sentido de tecnología de poder en la obra de Foucault, es decir, instrumentación. Y aquí se inserta una paradoja terrible que pone contra la espada y pared a cualquier intento de formación artística. La labor estética, siguiendo a Nietzsche, consiste en la transformación del sujeto a través de su obra. Esa transformación debe hacer que uno sea quien es en realidad es, o sea, a la autenticación del sujeto. ¿La ortopedia que supone la educación de un actor lo aleja o lo acerca de quien es en realidad?

Si el actor –como el autor de Foucault- es una creación de un saber detentado por una institución escolar y de un poder ejercido tecnológicamente a través de una ortopedia formativa, definitivamente esa creación no le pertenece al sujeto, sino a las instancias que lo configuran. No obstante, un actor que no pasa por la escuela, amén de las dificultades que tendría para entrar en algunos sectores del campo laboral de la actuación, tampoco queda libre de ser violentado por el poder. Es más, podría ser abusado con mayor cinismo dada su falta de perspectiva. La escuela cuando menos permite la convergencia de algunos modos diferentes de ser artista.

En suma, saber qué es un actor no está desligado de quien lo pregunta y a quién lo pregunta. La cuestión obligada para los educadores artísticos (ahora que está tan en boga el replanteamiento de los planes de estudios) es, entonces “qué queremos que sea un actor”. Es ahí exactamente donde tuerce la puerca el rabo. La simple pregunta supone una voluntad de verdad y un ejercicio de poder. Desde este horizonte la educación artística parece imposible sin violencia.

Efectivamente Rousseau tuvo que admitir de mala gana que educar es violentar. Por supuesto no me refiero a la violencia del maltrato físico o psicológico, sino a un modo más sutil de violencia. Para los estudiantes actores esa violencia a menudo se imprime en las listas de calificaciones. Y sin embargo, un actor no puede ser una calificación aprobatoria o desaprobatoria como un autor no puede ser un lugar en el ranking de los bestsellers.

*entrada publicada originalmente el 2 de agosto del 2011.