miércoles, 8 de febrero de 2012

Apuntes sobre la lógica de la industria teatral en México


La lógica de la industria cultural –particularmente la del teatro- sigue el modelo lineal de producción, comercialización y deshecho que sigue cualquier otro producto en el mercado: las materias primas son obtenidas mediante la explotación de recursos materiales y humanos, son transformadas gracias a la acción de procesos contaminantes para crear en serie objetos de consumo que son puestos a la venta gracias a la acción de diferentes intermediaros y finalmente son entregados a los compradores para que, tras un uso más o menos breve, los conviertan en basura que difícilmente vuelve a ser recuperada por la industria como materia prima.

El teatro, específicamente el de la Ciudad de México, no escapa a esta vocación por el desperdicio. Quizá el origen de este fenómeno esté en la predilección que ha mostrado el teatro mexicano contemporáneo por los elencos y el abandono del modelo de producción de compañía.
Hace muchos años Peter Brook dejó claro en su texto fundamental -El espacio vacío-, que lo único imprescindible de una puesta en escena es, amén de los espectadores y del espacio que contenga a ambos, el grupo de actores. Del mismo modo, lo único que es imprescindible a la música es el sonido en tanto recurso elemental. En ese sentido podríamos afirmar que los actores son la materia prima del fenómeno teatral. Si esto es cierto, vale la pena preguntarse ¿cómo se obtiene esa materia prima en específico?

Las audiciones son un buen modo de hacerlo. Los actores compiten entre ellos para ganar un papel en el reparto. A veces gana el que tiene mejores aptitudes interpretativas, a veces quien tiene un casting que se parece más al perfil del personaje y a veces simplemente gana el recomendado. Nada nuevo.

Si se trata de la Compañía Nacional de Teatro –el órgano empleador de actores que se supone como el más importante y exclusivo en el país-, los seleccionados ganarán un sueldo decoroso y una cantidad importante de prestaciones. Más o menos lo mismo con los que son contratados para las producciones de las compañías de la Universidad Nacional Autónoma de México –el Carro de Comedias, por ejemplo- o de la Policía Federal Preventiva.
Sin embargo, conforme los actores se van empleando cuesta abajo de esta pirámide ocupacional, las perspectivas laborales decrecen significativamente. El grueso de los actores económicamente activos en México son explotados o auto-explotados: trabajan con ninguna o mínimas garantías laborales, ensayan a deshoras sin que ese tiempo y esfuerzo invertidos sea remunerado y se atienen a que su sueldo dependa de la repartición porcentual que se haga de las entradas de taquilla menos la renta del teatro. Este es el horizonte del llamado teatro profesional independiente mexicano que no difiere, en esencia, gran cosa del teatro amateur.

Por supuesto hay casos y casos. Hay elencos que logran varias temporadas exitosas y hay los que sólo duraron un fin de semana en cartelera. No obstante no señalar que hay un nivel mayor o menor de explotación en esto sería demasiado obviar.
Aquí un breve paréntesis: resulta preocupante observar cómo algunos actores rechazan esta realidad aplastante. Dicen cosas como “no necesitamos que nadie se preocupe de nosotros, basta con trabajar ardua e inteligentemente para ganarnos la vida y salir adelante”. Esto no es verdad. Todo empleo sin seguridad social, acceso a la salud pública, prestaciones salariales, derecho a sindicato y capacitación continua está, por definición, fuera de la ley. Hay actores a los que no les interesa el marco legal de su profesión y recurren a sustitutivos de las responsabilidades que el Estado elude. Como no tienen acceso al INFONAVIT, viven en casas rentadas en detrimento de su patrimonio o bien se endeudan en hipotecas impagables; como no tienen carnet del IMSS, acuden a las farmacias de genéricos intercambiables -¿qué pasará cuando requieran de una intervención quirúrgica?-; etcétera.

De vuelta al primer problema, podría decirse sin temor a equivocarse que la industria teatral obtiene a menudo su materia prima mediante la explotación.
Una vez que ha obtenido sus recursos, la industria procede a transformarlos en productos. El proceso de transformación es a menudo contaminante, incluso en un proceso de puesta en escena. Un actor en esta realidad, si sólo se dedica a la actuación, precisa de al menos dos o tres proyectos para sobrevivir. Temprano en la mañana asiste a un ensayo y se cansa. Luego de comer asiste a otro y el cansancio de éste se suma al del primero. Por la noche asiste a uno último completamente desgastado. Realmente no podría acusarse a este actor de bajo rendimiento y, a pesar de ello, el director del tercer ensayo lo encuentra inservible.

La regla de oro de la producción industrial dice: contaminantes entran, contaminantes salen. Del mismo modo que un champú que se hace con tóxicos no puede sino contener tóxicos, un actor que trabaja en condiciones laborales de baja calidad no puede sino entregar al mercado productos de mala factura.
No tiene nada que ver, en esto, las capacidades individuales del actor o el amor con el que ejerza su profesión. Me refiero por completo a un problema social en el que todos los que nos dedicamos al teatro en este país nos vemos, por muy buenas que sean nuestras intensiones, ineludiblemente entrampados.

Despectivamente en el argot del teatro de la Ciudad de México se le dice a este tipo de productos chambas. Es decir, una chamba no es un trabajo actoral enserio, sino sólo algo que se hace para obtener un ingreso. Una chamba no es una prioridad en el trabajo creativo del actor, sino una ocupación prescindible que se puede postergar, a la que se puede faltar, incluso cancelar cuando deje de ser satisfactoria a algún nivel. En suma, una chamba no es sino un objeto actoral fallido, una obra defectuosa e ineficaz, complaciente, ñoña o aburrida que los artistas escénicos en este país tienen que asumir como parte de sus paliativos económicos.
Por definición una chamba no puede ser al mismo tiempo una pieza de arte. No quiero decir para nada que el arte no deba ser económicamente redituable. Lo es, lo ha sido desde siempre y con mayor ahínco desde el renacimiento hasta la fecha. Pero la chamba no lo es, al menos no se vende donde y como se vende el arte. La chamba es falsaria, una decoración pirata, simulación. Lo realmente grave es cuando las chambas son más que los objetos estéticos.

Entonces sí que el espectador de teatro tendría derecho a desconfiar de los creadores de teatro y sin embargo, no lo hacen. El teatro en tanto que chamba, producido en serie, se convierte en un objeto de consumo. Los espectadores llegan más mal que bien a las salas y compran boletos.
Estos espectadores a menudo son los amigos y los familiares de los creadores, estudiantes forzados a asistir a la representación con la condición de tantos puntos extras de parte de sus maestros llenar el teatro de alumnos no equivale a llenar de teatro a los alumnos necesariamente- u otras personas de teatro de mejor y peor leche. Eventualmente, en el caso de algunos foros o tratándose de compañías famosas, las butacas se llenan de público general.

No siempre se llenan, pues. A veces se medio llenan. Otras un poco menos y de vez en cuando con tal de que haya al menos un asistente por cada actor uno se da por bien servido. Sea como sea el teatro es un bien cultural que se consume.
El mercado otorga un valor diferente a cada producción teatral. Así, por ejemplo, las obras importadas –de compañías extranjeras- son más costosas y por lo tanto, más exclusivas; las nacionales de gran formato con un poco más baratas pero sigue siendo prestigioso consumirlas; las nacionales de pequeño formato, aún más baratas y etcétera. Una serie de estrategias mercadotécnicas responden a esta lógica de compraventa: la tele y el radio para las primeras, los espectaculares para las segundas, los posters y las postales para las terceras.

En una sociedad que premia el consumo con reconocimiento, consumir cultura es como ostentar un lujo. Evidentemente si se tiene capital para gastar en teatro, sería preferible hacerlo en algo que después se pueda presumir. Hay un nicho de consumo para cada necesidad creada: las personas con aspiraciones culturales se ufanan de ir cada ocho días al Centro Cultural Helénico o al Centro Cultural del Bosque –en el D. F. o en sus equivalentes en otras ciudades-, las personas que quieren ser reconocidas como amantes de los grandes espectáculos se manifiestan en los Teatros Telmex o algún otro operado por OCESA, los teatreros en general se ectoplasmizan a la entrada de las funciones de sus colegas para aplaudirlos o abuchearlos o ambas cosas al mismo tiempo.
En suma, el teatro es vendido y comprado la mayoría de las ocasiones por su bien de estatus y no por su bien de uso del mismo modo en que un señor compra un nuevo teléfono celular antes de que el anterior esté inservible. El teatro y el arte en general sirven para ampliar la base de la experiencia humana pero cuando el teatro se reduce a un objeto de consumo propio de la industrial cultural, eso paso a segundo término.

El teatro en México ha abandonado casi por completo el modelo de compañías y se ha instalado en el modelo de los elencos. Esta es una diferencia fundamental y posiblemente el meollo del problema.
El teatro de elenco es más fácil de vender porque a) se produce con rapidez y eficacia –producción en serie-, b) no se generan obligaciones permanentes entre empleador y empleados –desvinculación laboral-, c) se ensaya por separado –proceso de banda sin fin- y d) se puede incluir en el elenco una o varias estrellas de la televisión o el cine nacional que aseguren la taquilla –trocamiento del bien de estatus por el de uso-. Muchos dirán qué bueno, que le gente vaya al teatro sea como sea. Estas personas esperan que pasen dos cosas. Uno, que el público acumulado por los grandes teatros se derrame a los pequeños teatros poco a poco y dos, que se estabilice la relación dispar entre el bien de estatus y de uso de modo que uno entrañe al otro. Pero esperar eso es una ingenuidad. Lo que los optimistas soslayan es que un proceso de producción así no puede detenerse en este punto, sino que tiene que terminar con su última consecuencia: la basura.

¿Cuánto dura en el espectador el efecto de la obra de teatro? Dependiendo de la calidad del objeto escénico, tal vez una semana, tal vez menos. En el caso de los productos hechos para consumo, apenas unos momentos. Con prontitud la experiencia es echada al olvido, pero eso no es lo verdaderamente grave.
Si la materia prima de la industria teatral  son actores, lo que la industria teatral desecha al final de su sistema de producción son también actores. Cuando un elenco se disuelve la experiencia colectiva acumulada se pierde para siempre, cosa que sería más fácil de evitar bajo el modelo de producción por compañía.

Los actores que empiezan a ser “demasiado vistos” salen de las carteleras para dar pie a otros nuevos, los actores que no lograron hacer los contactos necesarios no vuelven a ser llamados, aquellos que entran en conflicto con los directores o productores tampoco, los que son demasiado jóvenes o demasiado viejos enfrentan el mismo problema.
La industria del teatro tira a la basura actores con gran facilidad porque las escuelas profesionales de actuación los producen también en serie. Un actor descartado es rápidamente sustituido por otro con el mismo perfil.

La  humilde convicción de los actores de saberse sustituibles hoy se ha vuelto una realidad triste. La expresión “nadie es indispensable” pasó a ser más un gesto autoritario que uno de humildad.
Así como el único remedio que tiene a industria es reciclar, el teatro debe encontrar modos de reciclar su materia prime no explotando actores, no contaminándolos y no desechándolos.

En los archivos de la Escuela Nacional de Arte Teatral se esconde un proyecto de refundación que fue archivado para siempre: el proyecto de Escuela Nacional de Compañías de Teatro. Probablemente sea este el eslabón de pueda hacer de una línea de producción, un ciclo completo. No es casual que el poder lo haya rechazado en su momento.

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